Cada rincón del país, con su clima, su suelo, sus aguas y su gente, compone un mapa sensorial que da forma a nuestra cocina.
Esta no se escribe en libros ni se encierra en
recetas, sino que late en la memoria colectiva y en las manos de quienes, día a
día, le dan vida.
Fundada en los recursos naturales y en las personas
que los transforman, la gastronomía chilena es un acto de arraigo. Estar frente
a sus protagonistas —los recolectores, pescadores, campesinos, etc.— es una
experiencia emocionalmente profunda, un gesto de reconocimiento que ningún
plato, por sofisticado que sea, logra contener por completo. La cocina, en su
verdadera esencia, no cabe en vajilla alguna.
La cocina tradicional es la que mejor representa el
alma de nuestros productos. Mientras tanto, muchas de las experiencias técnicas
—por bellas que parezcan— solo rinden tributo a las formas y a los pliegues
estéticos. Pocas veces logran capturar la fuerza autóctona, el contexto
histórico, ni la energía viva que emana de las costas, campos y montañas de
Chile.
Es en ese paisaje alimentario —real, crudo y muchas
veces olvidado— donde resisten y florecen María Cecilia Vargas y su hermano
Marzo. Lo hacen enfrentando la indiferencia de una industria que, en su
mayoría, ignora los ciclos del territorio y desconoce la profundidad de nuestra
costa, tan sostenible como diversa.
Desde su ruco en el área protegida de Punta de Lobos,
podrían dictar cátedra sobre lo que verdaderamente significa cocinar con lo que
el mar entrega. Sobre cómo la alimentación no es solo nutrición, sino también
respeto, confianza, sabiduría y honestidad. Valores que el mercado no conoce,
ni en forma ni en fondo.
Y entonces surgen algunas preguntas ineludibles:
¿Cómo llevamos todo ese saber al sistema educativo,
desde la primera infancia?
¿Cómo enseñamos autoestima a partir del amor por nuestra despensa?
¿Dónde están los recursos dedicados a investigar y proteger la cocina chilena?
La costa chilena, aún desconocida para un amplio
porcentaje de los propios chilenos, es un universo en sí misma. Comprender sus
mareas, sus oficios, sus rituales y silencios debería ser parte esencial de la
educación cultural. Sin embargo, desde la tecnificación en las escuelas solo se
alcanza a abordar un pálido reflejo de lo que los estudiantes deberían conocer
y vivir.
Chile es mar
¿Cómo, entonces, podemos pensar en una cocina chilena
creativa, pertinente y entrañable, si no la hemos aprendido desde su raíz?
¿Cómo construir una gastronomía que sea querida por sus habitantes y defendida
con orgullo frente a quienes nos visitan?
La alta cocina se nutre de nuestros productos,
nuestras historias y nuestras luchas, pero los presenta solo a un público
reducido, capaz de pagar por la experiencia. Mientras tanto, los cocineros
brillan en rankings y portadas, pero la vida de quienes sostienen esa cadena no
cambia. La visibilidad de los productores sigue siendo escasa y el impacto
social, nulo. La difusión, fragmentada y elitista.
Por eso, urge un cambio estructural. La educación
formal debe incorporar el patrimonio culinario vinculado al maritorio como
contenido obligatorio. Solo así podremos formar comunidades que no solo
consuman, sino que también valoren, defiendan y celebren su cocina.
En el II Congreso Internacional de Turismo
Enogastronómico ConBoca 2025, se señaló con claridad: “Chile es mar. Más del 70
% de nuestro territorio está en el Pacífico Austral, un mar cuyas
particularidades debieran ser motivo de orgullo nacional. A lo largo de la
costa existen 513 caletas y 97.634 pescadores, de los cuales 24.409 son
mujeres. Aun así, vivimos de espaldas al mar.
La gastronomía es una herramienta poderosa para
redefinir nuestra relación con los recursos, las historias y los quehaceres
asociados al mar: transformando los recursos en ingredientes, el saber en
patrimonio protegido, el mar en una expresión de identidad”.
En ese mismo espíritu resiste, crea y enseña María
Cecilia Vargas. Con consecuencia y compromiso, abierta a quien quiera aprender,
sin cobrar por compartir su saber. Su conocimiento es vasto, generoso, como el
mar que la rodea.
La Cooperativa Los Piures se levanta desde la
conciencia: cuidan, extraen y recolectan con respeto. Visitar su zona de
resguardo es mucho más que una experiencia culinaria. Es ingresar a una escuela
viva, abrazada por el océano, donde se enseñan valores, se honra el patrimonio
y se celebra el maritorio como una extensión de la humanidad.
Allí, cada conversación es una lección. Cada producto, una historia. Cada gesto, una pedagogía del respeto. Porque educar, en este caso, es también humanizar el comportamiento. Y eso, como bien sabemos, no se improvisa.
Por: Jaime Jiménez De Mendoza
Director del Área Turismo y Gastronomía - CFT Santo Tomás,
sede Rancagua
Presidente de ASEGMI
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