miércoles, 30 de septiembre de 2020

Joven artesano rescata el tejido en telar huilliche

No es común ver a un millennial dedicado a la artesanía textil, sentado durante largas horas frente a un kelgwo -telar tradicional huilliche que se ancla horizontalmente al suelo-, tejiendo ponchos y frazadas, luego de esquilar sus ovejas y lavar, escarmenar, hilar y teñir la lana.

Eso es lo que hace con gran maestría en la Isla Cailín, comuna de Quellón, Chiloé, Osvaldo Güineo Obando, de solo 26 años. Es su pasión, su elección de vida, su emprendimiento, la conexión con sus raíces. 

Hijo de un buzo y una dueña de casa, con un hermano mayor que es pescador artesanal, Osvaldo cursó la enseñanza básica en la escuela rural de Cailín, luego siguió su enseñanza media en Quellón y después estudió terapias naturales en Puerto Montt. Hoy es un joven como tantos, con variados intereses -sociales, políticos y artísticos- y muy activo en las redes sociales, pero también con una sensibilidad especial, amante de su tierra y de su gente, observador y reflexivo. 

De formación autodidacta -no por herencia familiar, como es costumbre en la artesanía-, cuenta que su amor por la textilería surgió por curiosidad cuando tenía 14 años: “En la escuela hicieron un taller de rescate cultural donde nos enseñaron a tejer a palillos y luego llegué a casa a conversar con mis papás.

Les pregunté si las frazadas de lana que teníamos se hacían en la isla y me dijeron que ya no, porque las señoras que las confeccionaban estaban muy ancianas. Ahí me nació la inquietud de tejer para que no se perdiera el oficio”. 

Fue así como, mirando a las mujeres de su entorno que hacían chalecos y calcetines, comenzó a hilar y a tejer en forma experimental en un telar que se fabricó con cuatro palos que encontró.  Y todo a escondidas, por qué, quizás por temor a que el trabajo quedara mal hecho y también por ser hombre, ya que es poco común”, dice Osvaldo.

El proceso le resultó fácil: “Tengo buena motricidad para las labores manuales”. 

Después heredó un kelgwo de una artesana de la zona con el que fue puliendo su técnica y aprendió a realizar teñidos naturales con menta chilena, arrayán, maqui, michay, romaza, barro y barba de palo, siguiendo los ciclos lunares para obtener colores más intensos u opacos. Sus tonos preferidos son los negros, verdes y marrones. 

A los 18 años, en una feria local, Osvaldo conoció a la artesana Moraima Barrientos. Hicieron buenas migas y ella le enseñó los tips del tejido tradicional chilote que se estaba perdiendo -fijación de colores, cantidades de material- y que él hoy mantiene vivo. También aprendió con ella la cestería en voqui. “Lo hizo porque mostré interés y tenía facilidad para aprender, eso la motivó”, cuenta. 

Actualmente​confecciona ponchos, bajadas de cama y frazadas, y ​siempre está innovando con los tintes. 

“En Chiloé no se sale del blanco, el negro y los grises. Quizás es por algo psicológico, porque llueve mucho y hace frío… Las artesanas del norte, en cambio, hacen cosas más coloridas, tal vez porque allá, todo es más cálido. A mí me gusta mantener el diseño y experimentar con los colores”. 

La calidad de su trabajo le valió en 2019 una mención honrosa del Sello de Artesanía Indígena que entrega el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, con “Poncho Chilote”, versión insular de la prenda de vestir clásica del mapuche, de 2,4 kilos y tejida con hilo teñido con tronco de nalca y barro.

“Para mí es el objeto que representa al hombre de mi tierra”, dice Osvaldo, quien es usuario del Programa de Artesanías del Instituto de Desarrollo Agropecuario (INDAP) y cuenta con el Sello Manos Campesinas de esta institución. 

Según​dice, nunca imaginó los caminos que iba a transitar por dedicarse a la artesanía textil: “Partí por inquietud, después me gustó y ahora es parte de mi vida. Para mí el tejido es algo gratificante. Ver un trabajo terminado después de días tejiendo arrodillado me genera una enorme satisfacción. Yo no me he proyectado mucho, pero si pudiera vivir de esto sería hermoso”. 

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