Director de carreras. Área Turismo y Gastronomía. CFT Santo Tomás, sede Rancagua.
El patrimonio culinario no sigue reglas fijas de
composición en su evolución. Es una respuesta sublime a las condiciones
sociales y comunitarias, y nunca retrocede: se mantiene incólume ante las
tendencias. Es, además, base e influencia para el estudio y las competencias
formales.
No tiene fines pecuniarios, por lo que en su
desarrollo se comprenden valores humanos y fundamentos filosóficos que no
pueden convertirse en insumos de venta. Hoy, muchos buscan en la alta cocina
las respuestas que se hallan en la cocina rural chilena.
Extraviados ante la dinámica comercial, necesitamos
levantar el velo cuanto antes para otorgar el lugar que merece nuestra cocina
tradicional chilena en todas sus categorías.
Harina, agua, grasa y sal: nada más en lo físico, pero
en lo inmaterial, una técnica prodigiosa de amasado manual que ha dejado
huellas imborrables en sus manos, únicas herramientas para lograr un trabajo
perfecto de manufactura.
La sabiduría y la experiencia que han acumulado
parecen haber reemplazado a las máquinas de estandarización, logrando el mismo
producto en sabor y características que hace más de 50 años, cuando comenzaron
a comercializar las costumbres de la familia: una mezcla de tortilla criolla y
pan amasado, de crocancia y perecibilidad insuperables.
Esto lleva consigo un método de cocción único: la
temperatura y los tiempos exactos, el humo equilibrado y sublime que da la
piedra y la leña en un horno de barro, que resiste a detener la cocción
incesante de los formatos que mantienen viva nuestra tradición.
Y es que, junto a la dinámica del amasado, las
hermanas Zúñiga también son un bastión de resistencia frente al absurdo de la
cocina internacional que ha invadido las ciudades y hasta los pueblos más
rurales de nuestro país.
Ya son décadas a cargo de la cocina y los comedores que, ubicados en su casa, alimentan a los trabajadores que dan vida a la feria de abastecimiento de San Vicente de Tagua-Tagua. Lo hacen con una oferta estacional, como suele ser la lógica de la cocina tradicional, asociada a las preparaciones más representativas de la gastronomía de Cachapoal.
Desde los
matices de verano, liderados por el choclo y los tomates antiguos, hasta los
insumos de guarda, hojas y otros que dan vida a los guisos, cazuelas y legumbres.
El legado del pan
Sin embargo, a pesar de la excelencia de la cocina y
el pan de las hermanas Olivia, Juana e Inés, la salud que afecta nuestra identidad
también merodea cerca de esta invaluable historia.
La invisibilidad de un magistral trabajo diario desde una sociedad ignorante que comúnmente no reconoce el valor de los artesanos culinarios locales se hace presente una vez más.
Lo que en otra latitud se
reconocería como un tesoro humano vivo para la cultura, en Chile pasa
desapercibido como un elemento más.
El pan y su legado – que ha sido base de la
alimentación de los chilenos en diversos contextos sociales – deberían
enseñarse desde la primera infancia en nuestros establecimientos educacionales.
Una sociedad que no reconoce sus fundamentos
culturales no puede crecer de manera saludable ni sostenible. La puesta en
valor de las y los maestros de la cocina chilena debe ser urgentemente
enaltecida y difundida.
De lo contrario, una y otra vez tropezaremos con la oferta foránea que poco tributa a nuestra historia, que no es pertinente a nuestras emociones y recuerdos, que poco nos recuerda quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos.
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